Pues sí, ya volvemos a estar en primavera, aunque de momento no lo parezca con este rosario de borrascas que hemos tenido. Bendita agua cuando se habla de sequía y maldita cuando rebosa ríos y pantanos sin tregua y sin piedad, arrasando todo lo que encuentra a su paso.
Añoro las primaveras de mi juventud. Las mañanas frescas con olor a hierba joven, que empezaba a crecer salpicada del rojo carmesí de las amapolas. Las tardes de música y lectura, mientras los demás dormían siestas "digestivas". Y las noches eran lo mejor, acurrucada en la hamaca disfrutando del silencio, de un silencio envidiable, sin tráfico, sin ruidos invadiendo y evitando la tranquilidad. A veces solo el sonido de una armónica te hacía levitar, era mi hermano, hace ya demasiado tiempo que sus notas flotan y sus breves susurros salen de mi corazón.
Y es que el silencio no tiene rostro, la soledad lo dibuja recordando. Ni tiene color, la soledad lo pinta de negro y lo cubre de sombras.
El silencio no tiene pentagramas, la soledad es toda una sinfonía de lamentos. El silencio tiene un cuerpo frágil, la soledad lo acaricia noche a noche. El silencio canta en verano y primavera, la soledad llora en otoño y en invierno. Todo sucede en un plácido éxtasis.
Las noches más bellas son aquellas en las que la luna se viste de dorado y adorna su cabello con conchas de nácar, regalo del mar.
Su imagen rodeada de estrellas crea el escenario perfecto para que la pluma del poeta exprese su sentir, para que yo misma quede en trance por el resplandor que me produce la luz, que ha sido siempre una fuente de inspiración.
La luna cae y se corporiza. Viene a mis pies y me la llevo. Unidas las dos vamos sin fronteras. Miro de reojo y es verde y amarilla como la piel de un plátano. Mientras el mundo intenta liberarse de la miseria de las guerras, yo camino sorteando charcos de sangre, de la escarlata sangre de la luna.