El desayuno estaba preparado y olía a café, bueno, eso creía, pero no era café, eran cereales malteados y las típicas galletas tostadas que mi madre sacaba de la lata todas las mañanas, en vano porque nadie las comía. El desayuno era la primera lucha diaria, en mi familia no había forma de desayunar como es debido, craso error, ya lo sé, pero nos levantábamos con el tiempo justo para no perder el autobús, que venía cargado de colegiales, mochila al hombro y con pinta de no tener ninguna gana de volver a oír la campana del patio, de hacer la fila perfectamente alineada y de entrar en silencio, porque no se permitía hablar en los pasillos. Por el antepatio pasábamos a un hall donde estaban las escaleras y cada cual a la planta donde estaba su clase.
Supongo que a muchos todo ésto os sonará y para otros estará más que pasado de moda, pero no puedo evitar rememorar escenas de aquellos tiempos, los recuerdos son fotografías grabadas en el corazón y parece que solo nos vamos quedando con los buenos y eliminamos los malos, por ejemplo el tener clase los sábados por la mañana, qué faena.
El comienzo del verano burgalés no suele hacer alarde de buen tiempo, el norte siempre sopla al caer la tarde y se agradece en los días calurosos, pero su clima fresco ayuda a fomentar aún más el verde de los jardines y parques. Me encantaba el que tenía aquella casa llena de vida donde crecí. Había infinidad de plantas; un redondo y cuidado seto de florecillas blancas rodeaba cuatro rosales, que por cierto, las rosas parecían de terciopelo cuando brotaban en el mes de junio. Los primeros en salir eran los lirios morados, las frondosas peonías de un color rojo intenso y los alegres pensamientos, que dicen que son las flores del recuerdo, también conocidos por "no me olvides".
Contemplar caléndulas, dalias, petunias, gladiolos y sobre todo las lilas, mis preferidas, era para mí una sensación de bienestar que los años no ha podido borrar. Aquello se llamaba libertad, yo lo llamaba libertad. A veces, si cierro los ojos, siento el confortable calor de un sol tibio rodeado de nubes deshilachadas, el mismo de aquellos días de Junio. A veces, solo cuando quiero soñar.
Siempre estoy recordando... pero es que la madurez llama a la puerta demasiado pronto y sin permiso alguno se presenta dejando atrás una larga estela de vivencias irrepetibles. La vida cada año va siendo más corta, cada vez lo tengo más claro.
Cuando las cicatrices que nos va dejando han surcado el corazón y ya hay menos brillo en los ojos, pulsamos el play del botón de la memoria y comenzamos a revivir aquel momento que nos hizo felices, y es entonces cuando echamos en falta acariciar una simple flor, mordisquear una manzana, recorrer los caminos donde aprendimos los colores, las texturas, las imágenes, todo lo que en definitiva vamos dejando atrás.
Aquellos meses que ya anunciaban el verano, nada tienen que ver con la actualidad. Nunca había vivido una pandemia, ni visto un desastre semejante. Tardes con todo el tiempo del mundo para sentarse con los amigos, los lunes que tanto nos costaba volver a clase, respirar aire puro o nuestras manos limpias con jabón de lavanda, contrarrestan hoy con un tiempo limitado, conversaciones a distancia, lunes deseando volver al trabajo, rostros tapados filtrando la respiración y manos enfundadas en guantes de cirujano.
De aquellos rosales brotó una lozana y bonita rosa que la llevo y la llevaré mientras viva en mi corazón. Llegó a mi como un soplo de brisa marina, en un verano burgalés a finales de junio.
Felicidades hija mía.
Dicen que soy una soñadora
Sí, pero no soy la única.
Yo solo quisiera volar
entrar despacio en los sueños
danzar con espejismos,
dormir en caracolas
pintar arco iris
y beber el rocío de una hoja.
Cepillar unicornios
jugar dentro de una ola
probar el sabor de las estrellas
y ahogarme en lágrimas de hadas.
Beber el infinito,
recolectar sonrisas
y sumergirme en un suspiro,
bajo el dulce reflejo de la luna.
Ventana de Junio con aroma a cerezas y sabor a leche malteada.