Noviembre se despide con un soplo de viento helado que recorre mi frente y en mi trasiego me veo envuelta en una sábana de nubes espesas. Ni es Londres, ni es el Támesis, estoy en mi ciudad, la que siempre me espera por estas fechas. No quiero pasar por esa calle, la esquivo, eludiendo un pasado que me cuesta aceptar pero que no quisiera borrarlo nunca. La evito, porque una garra de dolor me atenaza la garganta.
Abraza la niebla
me dicen los árboles,
me dicen los arbustos, las piedras,
me dice la lluvia, la que vendrá
y la que ayer dejó charcos
que hoy me enlodan los zapatos.
La niebla es comparable a nuestra mente, confusa de pensamiento y a veces demasiado ciega, pero tremendamente iluminada cuando se retira ese velo de tristeza que la cubre y una nueva oportunidad comienza. Ya veis, así de generosa es la naturaleza y así de variable es la mente. No es fácil mantener el espíritu abierto para que el ánimo no decaiga, resurgir como el ave Fénix mientras la vida nos ofrece un cambio, no es fácil conseguir la nitidez de un amanecer, cuando la bruma penetra hasta el fondo de los sentimientos velados por su gran espesura. Nuestro cerebro necesita luz y transparencia.
La niebla es misteriosa, atrayente, enigmática...
Su humedad fría hace que te encojas ante ella, que disfrutes tan solo de lo cercano, como si tuviese la facultad de anular el resto de los sentidos, es silencio, soledad y nostalgia.
Adoro la niebla con su sensación de indefensión y de incertidumbre. Un fenómeno que la naturaleza nos regala, como tantos otros.
En las noches de noviembre cuando se despeja la niebla, me gusta mirar las estrellas - porque en mi ciudad hay estrellas- y están todas, algunas vestidas de bruma y otras tan encendidas que casi pueden cegarte la vista.