Cuando uno llega a cierta edad parece que los años vuelan, que el tiempo pasa mucho más deprisa que cuando se es joven. Recuerdo las ganas que tenía de cumplir los dieciocho, no llegaba nunca la fecha y cuando por fín llegó, el resultado no fue el que esperaba porque como nunca representaba la edad a pesar de mi estatura, en todos los espectáculos que antes estaban clasificados me siguieron pidiendo el DNI, me daba una rabia tremenda, era la única a quien siempre preguntaban la edad. De los veinte a los treinta la vida cambió radicalmente, al menos en la época que me tocó vivir, pero también se me hizo largo, eran años en los que la sensación de vivir formaba parte de tu ego y hasta pasaba desapercibida. Demasiados estudios, trabajo y luego formar una familia.
Hace unos meses tuve un problema de salud que me hizo pensar que la vida hay que saborearla cada instante, no dejar para mañana lo que puedes hacer hoy. Mientras se es joven no se piensa en la vejez hasta que llega el momento de pasar por la situación, que debido a la edad y la dependencia te ves obligado a afrontar: en mi caso, la experiencia de llevar a un familiar allegado a una residencia de ancianos. A ese lugar mal llamado asilo y que ahora muchos lo han bautizado como "aparca-abuelos". Dura prueba, bastante dura, porque implica tener que salir de una casa, su casa, a la que sabe que es muy difícil volver.
Hace poco en un programa de televisión, un conocido psiquíatra comentaba este tema, decía que donde mejor está un anciano es en su domicilio y rodeado de su familia, es más, que es una obligación impuesta. Por supuesto y no cabe duda, Dr.X, que es lo ideal y lo que todos queremos, pero Dr.X, muchas veces no es tan fácil. Cuando se tienen noventa años y una invalidez que implica una dependencia total, aún conservando las facultades mentales en buen estado, no todas las familias pueden convertir su casa en un hospital, el anciano necesita amplitud para mover la silla de ruedas, un baño geriátrico apropiado, colchones antiescaras y en definitiva una serie de comodidades que una casa de dimensiones normales no puede tener.
Los años no perdonan y si encima existe deterioro neuronal, la situación se complica. A veces el calor y el cariño de la familia no es suficiente. Cada paciente, cada ser humano, es un caso y las necesidades no son las mismas. Tuve a mi madre con Alzheimer hasta que una enfermedad irreversible se la llevó cuando estaba llegando a la fase final, pese a nuestro dolor hubiera terminado en un centro especializado, pero por desgracia o suerte no hizo falta.
Hay algo que se llama resignación por ambas partes, sobre todo cuando a pesar de la edad la persona conserva la lucidez. Es entonces cuando la situación se vuelve todavía más dura, durísima. Se sienten perdidos y no acaban de adaptarse, están más atendidos y solo piensan en su casa, en sus pertenencias y en todo lo que acaban de dejar.
No, no me gusta lo que veo y me he llevado más de una sorpresa.
Siempre que atravieso la puerta, mi corazón se encoge viendo sus miradas perdidas, sus manos extendidas pidiendo unas palabras o un pequeño saludo. Muchas personas comparten su soledad entre recuerdos y nostalgia. Sin embargo esas mentes ausentes y esos cuerpos ajados, a pesar de todo os prometo que siguen sonriendo.
Después, salgo al exterior y siento la verdadera sensación de vivir.
P.D. Hay muchas personas que líbremente prefieren retirarse a una residencia. Su elección es voluntaria y se adaptan perfectamente.