Llegó septiembre, apenas unos días para que el verano nos diga adiós, sin embargo y mientras dure el estío, no dejo de mirar el cielo, a veces azul y a veces gris por la calima. No sé cuántos veranos han pasado ya, demasiados, pero me sigue gustando mirarlo, quizá porque no quiero que su aire limpio y claro se pierda, que siga siendo como entonces, como el de aquellos veranos de mi infancia en los que no existían los recuerdos o al menos no los necesitaba.
Hay veranos inolvidables, llenos de sorpresas, de experiencias y hasta de líneas que llegan a marcar un destino. En verano se ganan amores y también se pierden. Los que ganamos debemos envolverlos en paños de oro tratando de cuidarlos y mimarlos lo mejor posible, es la única manera de que sigan existiendo y que el paso del tiempo no los marchite.
Los que perdemos, algunos hasta pueden recuperarse casi sin esfuerzo, basta tener voluntad. Otros en cambio se van dejando en nosotros cicatrices muy profundas, como estelas apagadas flotando en las sombras de la noche.
Me gustar observar el cielo del verano, de todos los veranos.
Aquellas noches de verano tenían la magia de mis pocos años. Ahora que de nuevo se acaba la estación,
no puedo olvidar la silueta de mi madre cuando me llamaba para la cena. La oscuridad del jardín se iluminaba con su rostro, al menos así lo recuerdo. Si alguien me preguntara el significado de la palabra felicidad, mi respuesta sería algo tan simple como el revivir aquella escena de la candidez de mi infancia, bailando con el vaivén de mi viejo columpio e intentando en cada impulso subir a lo más alto para robar una estrella...
Mi cielo de verano parece haber cambiado, aunque ahora sea incluso mejor, nada tiene que ver con el de antes, apenas está sujeto por aquellos centelleantes clavos de plata.
Estrenamos septiembre y no sé cuánto tiempo ha pasado, cuántos veranos llevo mirando al cielo y buscando en la oscuridad de la noche, aquellos reflejos plateados que hoy iluminan mis sienes.