Madrid a ciertas horas se vuelve incómodo, bastante agobiante, aquí decimos en"horas puntas"y en ellas esta gran urbe desde luego se dispara. Si además cae agua, ya sí que es un verdadero caos. Encima con la dichosa crisis cada vez hay más gente que se manifiesta, vienen de todos los rincones y las calles se convierten en un teatro con los coros de Nabuco, todo el mundo a voces repitiendo la misma canción y pese a la subida del combustible el tráfico aumenta, en ésto no escarmentamos, por encima de los atascos que no hacen nada más que demorar las llegadas, nos gusta sacar el coche cuando llueve, claro que también hay que reconocer que el transporte público los días de lluvia deja bastante que desear.
Por ello hay que aprovechar cuando la gente está en el trabajo (quien lo tenga), comiendo o reposando, para caminar tranquílamente por los bulevares alfombrados de hojas secas. Son intervalos muy cortos en los que la ciudad se despeja y se libera un poquito del ruido.
Paraguas en mano voy observando mientras camino despacio por el Paseo del Prado. Es curioso, mi hija tiene razón, si uno se fija no encuentra un rostro igual, ni una silueta parecida, unos delgados, otros más rellenitos, aquel que cojea apoyado en la muleta por el último esguince, o se ayuda de su viejo bastón después de contar varias décadas. En el banco alguien lee el periódico murmurando entre dientes y más allá un jovencito ensordecido por el volumen de los auriculares, camina como un zombi al ritmo de la música.
Me gusta observar a las personas con plena libertad, a pesar de los problemas, a pesar de las complicaciones. ¿Es justa la vida?, creo que no, cuesta mucho cumplir una meta y algunos ni siquiera tienen la oportunidad de intentarlo.
Comienza a llover, toca refugiarse y entrar en un café. Me encantan los viejo cafés en otoño, con la lluvia huelen a refugio, a fuego de chimenea, resultan acogedores. Hay una mesita redonda junto a la ventana, los cristales mojados apenas dejan ver la calle y me gusta ver las formas que hacen las gotas de lluvia cuando resbalan, tendría que pegar la nariz como cualquier niño y dibujar caritas en el vaho, pero no me atrevo.
-"Un descafeinado con leche, por favor, y sin espuma".
Seguro que alguno de vosotros me entiende, la espuma en el café le da un aspecto cremoso, pero café, lo que se dice café, hay muy poco.
Lo que más me gusta de la lluvia, es oir esas gotas cuando caen. En general, se les compara con lágrimas, porque parece que el cielo llora, pero no, el cielo no llora; lo que hace es contar millones de historias, todas esas que vivió en los meses abiertos al azul del cielo y las estrellas. Y los únicos que se detienen a oirlas son los pájaros, los gorriones, las golondrinas exiliadas, los árboles y los elementos de la ciudad. Todos aprendieron a prestar atención a los "cuentos, cantos y tambores" de las nubes. Las gentes no. Las gentes caminan, buscan, se encorvan, corren y una vez en "lugar seguro" observan y se reprochan a sí mismos que se han olvidado el paraguas y se sienten incómodos.
Aprender a oir a la lluvia es aprender a oírse a sí mismo. La naturaleza no te pide permiso para contarte cosas. Bastan las miradas, la respiración, las manos cansadas. Basta con ser como la lluvia para refrescar las ganas de vivir.