Un aroma a rosas me excita la pituitaria. Rosas seguramente rojas que entre el silencio y la soledad del Viernes Santo, llega hasta mí aliviando la tristeza que padecen católicos y cristianos.
Y empinando mis pies en el suelo, veo un hombre que a paso lento se tambalea descalzo y miro su rostro lívido, lleno de guijarros y los cabellos húmedos que por su cara caen lánguidos.
La noche se está cerrando, de terciopelo morado va vestido y por sombrero lleva, una corona de espinas sujeta con clavos.
¿Quién camina solitario por las calles vacías?, es Jesús el Nazareno la tarde del Viernes Santo.
Silencio, que una oración merece, quien sólo va bajando con la mirada fija en el suelo y en las manos sujetando ese divino madero.
Silencio, que una oración merece, quien sólo va bajando con la mirada fija en el suelo y en las manos sujetando ese divino madero.
Y el corazón se me encoge, cuando siento el dolor de un hombre que ya pasó por aquí hace un año. Hay saetas con sentimiento y poemas mal rimados, hay duelos y quebrantos. Hoy las palmas son para Él, la tarde del Viernes Santo.