En Navidad, amigos, los protagonistas principales son los niños. Cuando era estudiante recorría los hospitales infantiles acompañada de mi guitarra y junto con otras compañeras formábamos un grupo pequeño que intentaba llevar un poco de música y alegría, a criaturas que no entendían por qué su Navidad era diferente. Con poco dinero confeccionamos unas capas negras y colgamos unas cuantas cintas de colores y así formamos nuestra peculiar "Tuna". El hospital de San Rafael y el llamado Niño Jesús de Madrid eran nuestros principales objetivos.
Ya hace tiempo de aquellas hazañas juveniles, pero cuando paso por ellos no puedo olvidar sus caritas de satisfacción en las salas, a pesar de tener las manitas vendadas y los bracitos inmovilizados con pequeñas férulas para sujetar las botellas de suero. El regalo precioso de su sonrisa cuando colgabas una estrella o te colocabas una barba de Rey Mago, era el mejor premio para nosotras. Si la vida en los centros hospitalarios es dura, mucho, muchísimo más es la de un infantil. Los niños no deberían enfermar nunca, es la mayor injusticia que conozco. Sé que en las fiestas que estamos no es muy apropiado hacer una entrada como ésta, pero la cruda realidad es que la enfermedad no respeta edades ni fechas y el haber pasado hace muy poco por un trance de salud, me ha hecho recordar algunas experiencias que he intentado olvidar muchas veces y otras en cambio me han llenado de satisfacción y de orgullo.
Voy a poner un nombre ficticio al protagonista de esta historia, hermosa historia que marcó los pocos años que tenía entonces. Miguel era un joven de diecisiete años que un día haciendo deporte en el colegio, cayó fulminado al suelo. Ingresó en el hospital aquejado de un accidente cerebrovascular grave y fue llevado directamente a la U.C.I. entrando sin remisión en un coma profundo. No sé cuánto tiempo llevaba en ese estado, porque cuando yo comencé mis prácticas en Cuidados Intensivos era el veterano más joven de la también llamada Unidad de Vigilancia Intensiva. Intubado y conectado a varias máquinas que mantenían sus constantes vitales, Miguel pasaba los días sin dar ninguna señal de mejoría. Ausente, con los ojos cerrados, pero vivo, su corazón y su cerebro seguían marcando el ritmo en los monitores. Todos los días me tocaba ocuparme de él, solía pronunciar su nombre varias veces y a ratos le hablaba, estaba segura de que me oía, aunque no recibiese ninguna respuesta yo sabía que me escuchaba. Está experimentado que en estado de coma el único sentido que prevalece es el del oído, y también el último que se pierde.
Una mañana como de costumbre y después de tomarle las constantes (temperatura, pulso y tensión arterial) me fijé que el suero se estaba terminando y fuí al cuarto para buscar uno nuevo. Volví con la botella tarareando bajito una canción propia de las fechas, ( la Navidad estaba a la vuelta de la esquina ), mientras colgaba el suero, volví a mirar con tristeza como tantas veces el rostro de aquel joven. De repente una lágrima resbaló por su mejilla, fue una señal, la única forma que tenía Miguel de hacerme entender que escuchaba mi canción, intentaba así darme el primer indicio de esperanza.
Después de las vacaciones navideñas no volví a la U.C.I, me trasladaron a otro servicio, lo mismo que a Miguel. Me dijeron que había salido del coma y había entrado en la planta de Neurología y aunque amenazaban inevitables secuelas, estaba consciente y mejoraba día a día.
No sé si los milagros existen, pero Miguel fue uno de ellos. ¿Habrá recordado alguna vez aquel villancico?. ¡qué más da!, es algo que ocurrió hace tiempo y que fue importante y muy gratificante para mi.
"Desempeñaré mi arte con conciencia y dignidad. La salud y la vida del enfermo serán las primeras de mis preocupaciones." Juramento de Hipócrates.