Se dice que la caída de la hoja produce una sensación de melancolía y que los días al acortarse no ayudan mucho a levantar el ánimo. Se habla de hojas muertas que forman al compás del aire remolinos de tristeza. Unos lamentan los días grises y la lluvia tras los cristales. A otros les cuesta guardar en el armario la ropa fresca y volver a la de abrigo, cambiar sandalias por botas y tirantes por pañuelos. Son secuelas de un verano que ya es pasado.
Hablar del otoño es repetir siempre lo mismo, tonos dorados, ocres y luces de ámbar. Prefiero hablar de "mi otoño" del que sin permiso de la naturaleza me he apropiado.
Siento que las hojas nunca mueren, desnudan los árboles para que el ciclo de la vida continúe dejando hueco a los nuevos brotes. Siento que la lluvia otoñal refresca sentimientos, reúne amistades y los momentos que saben a "puro otoño", uno de ellos es el atardecer, están para saborearlos con una buena taza de café.
Percibo olor a castañas, sabores que vuelven como el membrillo, su árbol, el membrillero, de tamaño mediano y curioso por sus tres ramas trenzadas, daba su fruto en septiembre perfumando nuestro jardín.
Es tiempo de subir al desván, de revolver cajones y buscar flores secas para meterlas entre las páginas de los libros, es tiempo de largas veladas y de íntimas confidencias.
Una recuerda su niñez cuando paseaba con zapatos abotinados por escenarios amarillos; con los pies arremolinaba los restos de ramas húmedas, imaginaba figuras que el viento dibujaba en el suelo y escribía palabras con las hojas caídas. Más de un resbalón me ha costado caminar por el hayedo del Paseo de la Quinta de Burgos ... Pero mis años jóvenes se esfumaron como pompas de jabón al aire, que quise retener entre mis manos y se desintegraban en segundos. Aquellos otoños nunca desaparecieron, quedaron suspendidos en el recuerdo y como las hojas, reviven cada año.
Cuando llega esta época por la que siento una especial predilección, es inevitable recordar algo que alguna vez ya he comentado. La historia de un muchacho de catorce años que muchas tardes de octubre, en los campos de Castilla, esperaba la ocasión de admirar la pintura de un gran artista. El hombre de mediana edad vestido con ropa oscura no faltaba a la cita nunca. Llegaba siempre al atardecer, colocaba una pequeña silla junto a su viejo caballete y comenzaba a dar vida y color al precioso panorama otoñal que tenía a la vista.
El muchacho pasaba horas aprendiendo el manejo de los pinceles, la mezcla de los colores y admirando como un humilde lienzo se convertía en un maravilloso paisaje. Así poco a poco fue fomentando su pasión por la pintura. Nunca llegó a saber su nombre hasta que cierto día en un conocido museo reconoció aquellos cuadros.
El pintor era Marceliano Santamaría. 1866 - 1952. El muchacho adolescente de ojos azules, era mi padre.