En las mañanas de otoño, un muchacho de catorce años esperaba sentado en la arboleda de una ciudad castellana, la oportunidad de contemplar como un gran artista dibujaba. Era un hombre de mediana edad, vestido casi siempre con ropa oscura que portando sus aparejos de pintura, nunca faltaba a la cita. Llegaba siempre al atardecer, colocaba una pequeña silla junto a un viejo caballete y comenzaba a dar vida y color en un lienzo a cualquier rincón del paisaje otoñal.
El muchacho se quedaba horas entusiasmado mirando el manejo de los pinceles, aprendiendo a combinar los colores, a ensombrecer y a iluminar un boceto y así poco a poco fue despertando su interés por la pintura. Ni siquiera sabía su nombre, el joven se conformaba con curiosear y estoy segura de que a él también le halagaba sentirse observado. Los años pasaron y un día visitando un conocido museo, reconoció aquellos cuadros que muchas tardes había visto pintar. El artista se llamaba Marceliano Santamaría, gran pintor burgalés.
Y el adolescente de ojos azules, era mi padre.
Este es el homenaje a una obra que jamás fue expuesta, la única crítica que obtuvo fue la de su familia, nuestro reconocimiento a su labor, ya que sólo quiso pintar para nosotros.
En otra ocasión ya conté está historia que de nuevo publico, como homenaje a un pintor que hoy hace ya catorce años que trasladó su estudio a las nubes, se llevó su paleta para seguir dando pinceladas de color, en otro gran estudio llamado Eternidad.
Un pequeño homenaje a mi pintor preferido: mi padre.

1974-1975