Qué difícil es comprender la mente humana. Es uno de los grandes enigmas imposibles de descifrar, el gran éxito y el gran fracaso de la psiquiatría. En este gran valle mezcla de lucha, grandeza, miseria, sueños e ilusiones, quién entiende que haya mentes tan complejas que no quieran seguir adelante, que solo piensen en truncar su existencia, sin tener en cuenta que detrás dejan corazones destrozados y completamente deshechos. Nadie puede juzgar al suicida, siempre he pensado que en ese momento tan duro, hay dos vertientes: la valentía necesaria para dar el paso y la cobardía por no querer seguir luchando. Hasta se podría añadir el egoísmo por querer terminar con todo.
Pero quiénes somos para juzgarlos. De lo que no cabe duda es de que son mentes enfermas, débiles y atormentadas.
El otoño suele ser propicio. Hace dos días ha ocurrido en alguien allegado con sorpresa y con un dolor imposible describir.
Qué tremendamente difícil resulta aceptar que una vida termine así.
Vivo, detenida en la orilla de los sueños,
vivo en un instante,
el milagro del tiempo que se aleja y se aleja,
inexorable y eterno.
Desafiando su paso,
invento un mundo de soles y sombras.
Yo vivo en él,
en el furioso viento que silba en los abismos.
Y en ese otro, suave,
que murmura entre las ramas.
Vivo en el trueno que desata la tormenta
y en el destello fugaz de la estrella que cae.
Vivo en la mirada de todas las miradas,
en mi latido y en todos los latidos.
Vivo en la lluvia que derrama
la bóveda del infinito cielo.
En el andar cansado del anciano
y en el correr alegre de los niños.
Me uno a otras vidas
y vuelvo en otras vidas.
Vivo, pero desde ahora
cada día moriré un poco.